Estaba viviendo en un barrio periférico de una ciudad que entonces era un centro urbano de dimensiones no muy grandes y muchas zonas en plena expansión, constituidas por terrenos aun sin construcciones, que muchas veces servían como lugar de recreación para quienes allí vivíamos. Era un clásico, organizar partidas de “fulbo” y competencias de “barriletes” entre la clase menuda del lugar o simplemente hacer fogatas, construir “chozas” o excavar algún “refugio” en estos amplios terrenos descampados.
La vida transcurría muy tranquila y con mis 10 años de edad, en los que la fantasía parece no tener limites, pasaba muchas horas fuera, en la búsqueda de nuevas aventuras, montado en mi bicicleta, que muchas veces se convertía en “la bati-bici” o “el caballo de El Zorro“. Y precisamente este último fue desde siempre, uno de los que alimentaban mis mas grandes ilusiones.
Mi abuelo, que hasta hoy vive en la zona rural, siempre tuvo alguno que otro caballo y en mis vacaciones disfrute de ir a estar en su compañía y pasaba horas a contemplar con entusiasmo estos animales que parecen tan libres y poderosos. Pero pocas veces tuve el coraje de subir a uno y controlarlo, cosa que logre unos cuantos años después.
Quien sabe, si esta ilusión, no era compartida por mi padre o fue su espíritu de hacerme realidad un sueño, que un día llego a casa con “la gran novedad”: Un petiso! Si, no era un caballo normal, tampoco un pony, era un petiso como los que se usan para jugar al Polo y sinceramente no me recuerdo si le pusimos un nombre, pero el entusiasmo llegaba a las estrellas, era como tocar el cielo con las manos. Era de un color tostado, con largas crines y por cierto tenia su carácter.
En el giro de pocos días, ya habíamos encontrado un lugar seguro para dejarlo y todo lo necesario para poder montarlo, aunque todavía faltaba lo mas importante: había que sacarle las “mañas” y para ello fue necesario dejarlo en manos de gente que se entendía del asunto.
Fue en una tarde de otoño de principios de los 80′, que asistí con pavor a ese tremendo espectáculo que nunca olvidare, “la doma” de aquel animal, que representaba una parte de mi en ese entonces. Sufrí tanto, que no resistí ver todo aquello y regrese a casa con desesperación y lágrimas en los ojos, montado en mi bicicleta. Fue como la destrucción de un sueño y quizá por esto ya no quise montarlo. Pasaba horas a mirándolo y acariciando su cuero tan suave, que emana ese olor tan característico y que hasta hoy, cada vez que lo siento me viene algún calosfrío.
Pasaron algunos meses y por aquel entonces soplaron vientos de guerra en mi Argentina y mi padre decidió donarlo al “Fondo Patriótico Nacional” y ya no supe mas nada de el…