Vivencias de un niño travieso

Por muchos años viví en barrio periférico, en una calle larga solo cien metros, que llamaban pasaje. No estaba asfaltada, por lo que el trafico era mas bien reducido, los pocos residentes y alguno que otro automóvil que pasaba por la zona.

Las casas tampoco no eran demasiadas, en un principio solo llegaban hasta la mitad de la cuadra y la nuestra era una de las últimas, con un gran patio en el fondo, en el que teníamos un huerto y hasta un gallinero. Era un barrio de trabajadores, que recién se estaba desarrollando, constituido en su mayoría por matrimonios jóvenes y varios niños de mi edad.
Ya desde mi llegada al barrio comencé a concentrar la atención, por que era el recién llegado y por que además, estaba entre los mas pequeños y vivaces. Era muy popular, vivía de aquí para allá, me quedaba a almorzar en casa de algún vecino y estaba fuera casi la entera jornada. Como mi madre estaba ocupada con mis hermanos menores y mi padre trabajaba en el centro de la ciudad, esto me daba campo de acción para mis «escapadas».

Conocía los movimientos y detalles de la entera vecindad, siempre estaba buscando algo interesante o entretenido para hacer, saltando las azoteas o espiando las actividades. Cuando no había un vecino que estaba arreglando o simplemente lavando su auto, otro pintaba o construía en su vivienda. Los mas ancianos del barrio se sentaban en el frente de sus casas a pasar el tiempo y era agradable acercase, hacerles compañía y escuchar sus historias.

Me había hecho amigo de todos y creo que el primero fue el «sodero» del barrio, que en aquel entonces, hacia su trabajo con una «jardinera» tirada por un viejo caballo y solía acompañarlo en su reparto. Luego sustituyó el viejo animal por un viejo Ford T, en el que solía pasar horas a jugar y soñar con conducirlo y es mas; creo de haberlo puesto en marcha alguna vez.
En aquella zona los descampados eran numerosos y en uno de ellos, justo de frente a nuestra casa, habían construido una cancha para jugar a las bochas y en lo que restaba del terreno, era habitual, cuando la hierba no era demasiado alta, que se organizaran partidas de futbol entre la clase menuda del barrio, sobre todo en el periodo estivo y en horas de «la siesta».
Al lado de la misma, había un terreno con un tapial en torno y un portón metálico colorado con una pequeña puerta en la parte inferior que encerraban un garaje y en el fondo una planta de nísperos, el resto era solo hierba alta.

Del otro lado de la calle, algunos metros mas allá, vivían tres hermanos solteros, eran dos mujeres (María e Inés) y un hombre (Juan), todos mayores de cuarenta años. En el garaje de la casa, habían montado un taller de costura, donde ellas trabajaban y él, en los momentos en que estaba en su casa, arreglaba televisores en la habitación contigua. Eran los propietarios mencionado terreno.

En el taller, siempre había al menos un televisor encendido, que era el «paciente de turno», las mujeres controlaban su funcionamiento a lo largo de la jornada, mientras continuaban con sus quehaceres y de paso se entretenían con los programas de la época. La hermana mayor, una mujer alta y de carácter, aunque su voz no lo representaba, siempre estaba allí, sentada detrás de una puerta entre abierta, por la que observaba los movimientos en el exterior, entre una puntada y la otra. Raramente se las veía salir o pasearse por la cuadra.
Era precisamente la hora de la «siesta», el horario mejor para mis aventuras o para hacer alguna «diablura».

En el periodo en que la planta de nísperos comenzaba a dar frutos, nos organizábamos para darle asalto, lo que no constituía una empresa fácil; el paredón era alto y las probabilidades de atravesarlo sin ser vistos eran bastante reducidas. Igualmente la tentación era mas fuerte que el temor a lo que nos pudiese suceder.
La operación era un tanto complicada y riesgosa. La cancha de bochas, estaba dispuesta en línea paralela al muro, separada por un pasillo ancho al menos un metro, estaba delimitada en sus extremos por dos grandes vallados negros, altos cuanto el muro, hechos con tablones de madera. Había que treparse al vallado del fondo, porque el que daba a la calle era demasiado expuesto a la vista. Esto se lograba apoyándose en los pernos que sobresalían del mismo y en las hendijas que quedaban entre los tablones.

Una vez arriba, dar un salto para quedar colgados de la pared que circundaba el terreno y no sin pocas acrobacias, sentarse sobre la misma y comenzar a desplazarse en esta posición hasta llegar en proximidades de la tan ansiada planta, después estirarse para coger los frutos, con el riesgo de caer y quedar aprisionados dentro de aquella propiedad, cosa que mas de una vez sucedía.

No sabremos nunca de que modo, pero la vecina de enfrente siempre se percataba de cuanto estuviese sucediendo y en mas de una ocasión llegaba al improviso. Salía de su casa gritando y maldiciendonos, con un largo bastón en la mano, abría el candado y se enfilaba en aquel sitio y allí comenzaba nuestra fuga en todas las direcciones, presos de la desesperación, aun aturdidos por la caída desde lo alto del muro, tratando de escapar de los bastonazos, refugiándonos entre la hierba alta, hasta que lográbamos embocar la salida y una vez fuera correr con todas nuestras fuerzas hasta sentirnos a salvo.

Un personaje, que marco sin duda mi niñez, fue «El Zorro». No me perdía ninguna de sus aventuras, que veía en un viejo y enorme tv en blanco y negro y me ilusionaba y soñaba con ser el verdadero protagonista. Menos mal, que no fue así con «Superman», por que hoy no estaría aquí para contarlo.
Mi madre, me había confeccionado una capa, rigurosamente negra, a la que habíamos pegado una «Z», y un antifaz. Mi padre por otro lado me había construido una «espada» de madera y un «caballo», que no era otra cosa que una «cabeza» de madera, con un palo de escoba que la continuaba y montado en ella, «aterrorizaba» a todos los de la cuadra. Mas adelante lo sustituí por una bici y ya «mis dominios» se expandieron velozmente.

En una tarde de verano, mientras todos reposaban, tuve la brillante idea de dejar plasmada mi presencia. Con un crayón amarillo («tiza de grasa»), escribí la famosa «Z» bien visible por cierto, en todos los vidrios de los autos que encontré detenidos en los alrededores. Algunos minutos después, en todo el vecindario comenzó la «caza al zorro», que para ese entonces, ya se había refugiado en su «cueva secreta».

El susto fue tal, que «paladín de la justicia», no hizo sentir su presencia por un largo tiempo. Hasta que en una ocasión, cuando un nuevo vecino comenzó a construir su casa algunos metros mas allá, fue que «el enmascarado» hizo su retorno.
Yo estaba siempre ahí, observando el trabajo que hacían los albañiles, siguiendo todo el proceso de construcción desde los cimientos. Un día, comenzaron a cavar una fosa biológica, mas comúnmente denominado «pozo negro». Durante una entera jornada, vi que estos señores extraían grandes cantidades de tierra y el pozo se volvía cada vez mas profundo, por lo que me mantenían alejado del lugar.

Fue un sábado en la tarde, en un momento en que nadie andaba por los alrededores, cuando no dude ni un minuto y me fui hacia el pozo que tanto me atraía y sin pensar en nada me lance en su interior, para mi fortuna sin hacerme daño.

Al principio resultaba interesante ver el mundo desde aquella perspectiva, luego me encontré con la gran dificultad de poder salir. No era lo suficientemente grande, como para con mis propias fuerzas poder escalar las paredes de tierra, ni mis piernas eran tan largas como para poder apoyarme sobre ambos lados y trepar y allí por primera vez, sentí pánico. Comencé a gritar con todas mis fuerzas y luego a llorar, pero nadie me oía y así continué por un buen rato, quien sabe si mas de una hora que para mi fue eterna, hasta que un pasante, sintió mis lamentos, se acerco y fue a buscar ayuda para extraerme. De este modo, finalizo una de mis aventuras mas audaces, lo que no me detuvo en lo mas mínimo.

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